lunes, 21 de marzo de 2016

LA SACRALIDAD DEL SEXO

 
 

La creación de Eva, Capilla Palatina de Palermo: imagen de ARTEHISTORIA
 
 


Manuel Fernández Espinosa
 
 
EL SEXO PROFANADO

 
Es en esta época, plagada de sexólogos, cuando el sexo ha devenido en un gran desconocido, si es que alguna vez se le conoció. En los más sensibles cunde un profundo disgusto por su banalización y no faltan paladines de la pudicia que levantan su voz contra una sociedad hipersexualizada, cuando a cualquier hora pueden asaltar las imágenes obscenas en las pantallas, en los escaparates o en la vía pública. El cuerpo (el de la mujer sobre todo) se ha convertido en una mercancía que, como señuelo, lo mismo sirve para encender la concupiscencia del rijoso como para vender un perfume. Helmut Schelsky supo ver como pocos que la tan pregonada "liberación sexual" de la que se jacta la modernidad ha transformado el sexo en un consumo de masas, estandarizándose los hábitos sexuales por lo que la sexualidad ha sido mediatizada, prevaleciendo una sexualidad "representada".
 
Pero no sólo es que se haya desfigurado y vulgarizado el sexo, banalizándolo y "representándolo", sino que se le ha reducido a una mecánica cuyos supuestos "secretos" se pueden aprender en "talleres", así lo pretenden algunos infatuados sexólogos y así lo admiten cándidamente los legos; de este modo, de la mano de monitores que imparten con sus vademécums técnicas anatómicas y fisiológicas para mejorar la gratificación sexual es como se encara el asunto, empezando con manuales de instrucción para el onanismo y difícilmente puede pensarse que este tipo de cuadernillos vayan más lejos de ello, a no ser que aceptemos que la plenitud de la "sexualidad" es la satisfacción masturbatoria: en solitario o compartida entre dos, es lo mismo. El mismo nombre que en español llevan estos "cursillos" ("talleres" les llaman) ya indica el envilecimiento de algo tan noble como es el sexo, aquí y ahora codificado como un "trabajo" en el mundo técnico (Ernst Jünger lo pronosticaba con su sólita clarividencia). Todo ello, no obstante, reviste el carácter de frívolo juego, típico de la sociedad que se representa a sí misma como "lúdica", no pasa del muestrario de técnicas y "posturas" que presuntamente optimizarán lo único que parece importar: el placer. No podía ser de otro modo en la decadente sociedad occidental donde todo es contemplado en un horizonte hedonista que busca el placer como única meta del sexo, a la vez que todo ello pretende convencernos del "progreso" que parece haberse dado si comparamos tanta "información" (intoxicación, mejor diríamos) que ha dejado atrás los lastres de sociedades anteriores, más represivas para con este asunto. Esta tendencia tan marcada que podemos acusar que está en curso, generosamente subvencionada por las instituciones políticas en su afán de reinventar la sociedad, supone un desorden a la par que reduce el sexo a una vía de gratificación egoísta o, en el mejor caso, de dos egoísmos que coinciden durante un encuentro. Se impone aquí y allá una frívola relación del hombre y la mujer para con el sexo, normalizando la depravación y fomentando la promiscuidad sexual.
 
Todo este despropósito en que vive nuestra sociedad occidental, en sus concretas tácticas, realiza la línea estratégica de Satanás que C. S. Lewis expresó a la perfección en su obra "The Screwtape letters" (traducidas al español como "Cartas del diablo a su sobrino", de 1942), cuando el avezado demonio Escrutopo aconseja al demonio bisoño Orugario lo que ha de hacerse con el placer, el diablo reconoce la verdad con profunda contrariedad y recomienda maliciosamente a su aprendiz lo que sigue: "De todas maneras, el placer es un invento Suyo [de Dios,quiere decir Escrutopo], no nuestro. Él creó los placeres; todas nuestras investigaciones hasta ahora no nos han permitido producir ni uno. Todo lo que podemos hacer es incitar a los humanos a gozar los placeres que nuestro Enemigo ha inventado, en momentos, o en formas, o en grados que Él ha prohibido". La cursiva es nuestra. El diablo no ha inventado ningún placer, sólo los desordena.
 
El sexo ha sido reducido a sus expresiones más materiales y por ello, pese al prestigio de que goza como extraordinaria fuente de placer, la impresión que del sexo tiene el occidental es que, a fin de cuentas, el sexo no sería, como dijo Cioran, otra cosa que "una gimnástica coronada por un gruñido". En el colmo de esta ignorancia de las más profundas y reales posibilidades ínsitas en el sexo, no contentos con estos complejos reduccionismos que impiden la comprensión del sexo, éste se ha convertido en arma de la subversión revolucionaria con la ideología de género y todas sus lacras. La manipulación política del sexo ha sido magistralmente expuesta por nuestro amigo, el pensador católico norteamericano E. Michael Jones, en su ensayo: "Libido Dominandi: Sexual Liberation & Political Control".
 
Frente a este estado de cosas hay poca resistencia que se ofrezca. Podemos reconocer la intervención, apenas publicitada, de una minoría de feministas (que aunque en esta lid sean bien pocas) reclaman respeto por el cuerpo de la mujer, denostando que éste se haya convertido en objeto de publicidad comercial; o, por otro lado, ahí está la actitud de los más conservadores que mantienen la postura de reclamar un moralismo que las más de las veces se presenta como mojigato y estéril, que en definitiva se muestra obsoleto, ñoño e incapaz de salvar a cuantos siguen la flauta de Hamelin. Este conservadurismo es en su raíz de un puritanismo que poco se cohonesta con el catolicismo, pero que ha terminado incluso prevaleciendo en países de tradición católica. Esto ha podido ocurrir por el contagio más o menos inadvertido de los prejuicios y gesticulaciones propias de sociedades que se troquelaron en el molde del puritanismo; así ha ocurrido importando a países católicos los modelos de la sociedad norteamericana que modela la mentalidad de los países a los que llega a través de su "style of life". En este sentido cabe recordar que el protestantismo (del que emerge el puritanismo) es deudor en gran medida de San Agustín (y no precisamente de los aciertos del Doctor de la Gracia); de San Agustín heredaron los protestantes, más todavía que los católicos, el concepto negativo del cuerpo y, por ende, de la sexualidad.


La creación de Eva, Veronés

 
SACRAMENTUM HOC MAGNUM EST

 
Sin embargo, si vamos a las fuentes, ¿qué nos dice la Sagrada Biblia de la sexualidad? Permítasenos la licencia de no ser exhaustivos, pero vamos a enfocarnos en una frase que consideramos fundamental para poder atisbar la sacralidad del sexo, dejándonos otros pasajes bíblicos que también pudieran venir a colación. Esta frase dice así:


"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne" (Gén. 2, 24)

 

Leemos en el "Génesis" la creación del hombre y allí Dios deja dicho, que "No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda proporcionada a él", por lo que puso ante el hombre a todos los animales creados, pero "entre todos ellos no había para el hombre ayuda semejante a él". Y para remediarlo, Dios lo sume en un profundo sueño y es entonces cuando Dios, de una "costilla" de Adán, crea a la mujer. Cuando Adán vuelve en sí y ve a la mujer, exclama:
 
"Esto sí que es  ya hueso de mi hueso y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varon ha sido tomada".
 
La sorpresa que la mujer causa en el hombre es puesta de relieve en este pasaje, con la sencillez que caracteriza a la verdad divina. El hombre reconoce a la mujer como parte de sí mismo ("hueso de mi hueso y carne de mi carne"), por eso la denomina "varona". Ahora son dos, pero el hombre sabe que antes de ser dos, habían sido uno: el mismo. No se nos escapa las concomitancias que aquí pueden hallarse con el mito del "andrógino" platónico, más tarde el "Rebis" de la tradición hermética, pero por su complejidad y para no deslizar heterodoxia alguna, vamos a postergar estas cuestiones para no complicarle la comprensión al lector.
 
"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne" (Gén. 2, 24)
 
En el Nuevo Testamento se repite esta frase, consagrándola el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Los pertinaces judíos le preguntan por el repudio y así les contesta el Divino Maestro:
 
"Él respondió: "¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: "Por eso dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne". De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mateo 19, 4-7)
 
Pero los judíos vuelven a la carga y le reprochan inmediatamente que Moisés ordenó el repudio, intentando capciosamente saber lo que Cristo piensa de la ley mosaica; a lo que Cristo les responde "Por la dureza de vuestro corazón os permtió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así".
 
La cuestión parece, a simple vista, normativa; pero el sentido es más profundo como cabe advertir de esa enigmática frase adversativa que remacha la provisionalidad de la ley mosaica evocando un principio que tiene el prestigio edénico que es el que Cristo viene a restaurar con la suprema Ley del Amor: "pero al principio no fue así".
 
El Espíritu Santo vuelve a recordarnos la frase del "Génesis", esta vez de boca de San Pablo, en el contexto de sus exhortaciones a los matrimonios: 
 
"Los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. "Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne". Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia." (Efesios 5, 28)
 
Lo que más llama la atención en el pasaje de Pablo es el reconocimiento del Apóstol de las Gentes del profundo misterio que subyace en la frase: "Gran misterio es éste". No se explicita, ni se explica aquello en que consiste el "gran misterio", pero en latín es "Sacramentum hoc magnum est" y en griego dice ""to mystērion touto mega estin". Sin ninguna duda, San Pablo está refiriéndose a algo grandioso y misterioso a la par, algo que él silencia, reconociendo que ese gran misterio Pablo lo aplica a Cristo y a la Iglesia: "lo aplico a Cristo y a la Iglesia".
 
El sentido de estos tres pasajes bíblicos no puede quedar reducido, como tantas veces se ha hecho, a una mera cuestión de normativismo que atañe a la institucionalización social de la unión de hombre y mujer, por mucho que sirvan para consagrar el matrimonio como santo sacramento; sin que ello deje de tener su indudable importancia, no podemos soslayar que en los tres lugares subyace un sentido místico (bien lo reconoce San Pablo) que se nos escapa, pero barruntamos.
 
Y la clave de todo el misterio se cifra en la frase: "serán los dos una sola carne". Entendida ésta frase en un sentido figurado puede servir para alimentar todos cuantos idealismos eróticos y dulzarronas romantiquerías se quiera, pero la frase nos afianza en que el resultado de la cópula de hombre y mujer es ese enigmático sintagma: "una sola carne". Se ha querido ver en "una sola carne" el resultado físico de la reproducción sexual (esto es: la procreación de los hijos), pero no hay razón para quedarse con ese sentido excluyendo otros y restringiéndolo a la cuestión biológica que si es misterio, lo es como todo lo que nos rodea. Que el ayuntamiento sexual entre varón y mujer tenga por resultado la procreación humana, toda vez dadas las condiciones normales de fertilidad por ambas partes, no sería un "gran misterio". Es por ello que pudiéramos columbrar un sentido más místico todavía: el de la reintegración de lo que fue dividido al principio. Y entonces sí: el ""to mystērion touto mega estin" adquiere unas proporciones tremendas y, entonces sí: entonces el sexo adquiere la sacralidad que estúpidos puritanismos y satánicas inversiones le han burlado.
 
Es esa sacralidad la que hay que recobrar, pues de ella depende la recuperación del hombre y de la mujer a sí mismos, esos dos que se buscan con la promesa (intuida incluso por el más cerril de los seres humanos) de una felicidad que, bien se realice o mal no se realice en este mundo, no es de este mundo, pues abre las selladas puertas del estado paradisíaco. Sin recobrar esta sacralidad del sexo, éste no será más que la sórdida gimnástica coronada por el gruñido, que decía Cioran.

Redescubrir el sexo en su sacralidad, en su sacramentalidad, en su misterio será la vía que supere todas las manipulaciones y reduccionismos que lo bastardean.
 
 

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